9. Del misterio al rito.

Los magníficos cineastas Jean-Marie Straub y Danièle Huillet dijeron que “hacer la revolución es volver a colocar en su sitio cosas muy antiguas pero olvidadas”.[1] Dado que el teatro (y, sobre todo, el cine) lleva situado en un callejón sin salida desde hace décadas, no es muy desubicado encabezar un curso de escritura dramática con un llamamiento a la ruptura, y con una invitación a contemplar esa ruptura “hacia atrás”, es decir, una invitación a recordar de dónde viene la representación escénica y la necesidad misma de su existencia en las sociedades humanas. Quizás eso aporte estímulos para proponer otras teatralidades, si no nuevas, al menos sí coherentes con el estado actual de las cosas.

En un pasaje particularmente revelador del I Ching o Libro de las Mutaciones (libro oracular y clásico de la literatura oriental, además del texto más antiguo del que se tiene registro) se habla así de la naturaleza del ‘rito’:

“El entusiasmo del corazón se manifiesta espontáneamente en la voz del canto, en la danza y el movimiento rítmico del cuerpo. Desde antiguo el efecto entusiasmador del sonido invisible, que conmueve y une los corazones de los hombres, se percibía como un enigma. Los soberanos aprovechaban esta propensión natural a la música. La elevaban y ponían orden en ella. La música se tenía por algo serio, sagrado, que debía purificar los sentimientos de los hombres. Debía cantar loas a las virtudes de los héroes y tender así el puente hacia el mundo invisible. En el templo se acercaba uno a Dios con música y pantomimas (sobre cuya base se desarrolló más tarde el teatro). Los sentimientos religiosos frente al creador del mundo se unían a los más sagrados sentimientos humanos, los sentimientos de veneración a los antepasados. Éstos eran invitados, con motivo de tales servicios religiosos, como huéspedes del Señor del Cielo y representantes de la humanidad en aquellas altas regiones. Al enlazarse así, en solemnes momentos de entusiasmo religioso, el pasado propio con la divinidad, se celebraba la alianza entre la divinidad y la humanidad […] El propio maestro Confucio decía, refiriéndose al gran sacrificio durante el cual se cumplían estos ritos: ‘Quien comprendiera por completo este sacrificio, podría gobernar el mundo como si girara en su propia mano’.”

Pocas fuentes nos aproximan con tanta claridad a la forma teatral primigenia. Primero, el misterio del sonido, no sólo el ominoso del trueno, sino también el de las pisadas al desplazarse de un sitio a otro, y también el eco de la voz humana; la vibración y el ritmo como base de todo el entramado posterior. Al asombro de la contemplación (teatro, en griego, significa ‘lugar para contemplar’) le sigue la re-creación, la reproducción sonora y musical, y con ella una metamorfosis del cuerpo que ya no es pasiva sino auto-inducida, buscada. ¿Para qué? Para repetir algo que fue (una gesta, una partida de caza, un parto benigno). Para hacer surgir lo invisible de lo visible. Para revivir a los muertos. Para ahuyentar el miedo. En esta intencionalidad ritual ya hay un marco de representación, porque subyace a ella un único objeto: restaurar la conexión con lo absoluto. ¿No es ésa la razón de ser de cualquier expresión artística?

El teatro y la danza son artes mortuorias, y por tanto, toda problemática escénica es una gestión del espacio vacío; en ese vacío que han dejado los muertos reaparecerán sus fantasmas, en honor a los cuales se oficia el rito. No porque nuestro presente sea fuertemente secular deja de tener la escena (teatral, musical, performativa) ese halo de trascendencia que la distingue, por ejemplo, de la sala de cine, ya que la fascinación del cine se debe al ejercicio de dominación del montaje audiovisual sobre el espectador pasivo, pero la escena exige una participación del espectador, más o menos amplia, más o menos decisiva. Veremos más adelante que es, precisamente, en esa implicación y en ese carácter de ‘gestión de lo colectivo’ donde se halla la posible salida al callejón antes mencionado.

Y si la escena parece obsesionada con el pasado, con los que ya no están, y con hacer de lo imposible (la disolución del espacio y el tiempo) una experiencia colectiva, es porque nace como antídoto al fenómeno de la violencia. Si la institución del sacrificio estaba orientada a oponer una violencia ‘buena’ y reguladora a la violencia ‘mala’ y descontrolada que amenazaba con desintegrarlo todo en cualquier momento, el teatro parece ser tanto una justificación de esta violencia como una reconciliación con los muertos, con esos chivos expiatorios que pagan por los crímenes de toda una comunidad, o que sellan el fin de una guerra entre familias, tribus o ciudades. ¿Qué es Edipo, sino, más que la víctima propiciatoria por antonomasia?

Hans-Thies Lehmann, en su libro seminal “Teatro posdramático”, propone la siguiente hipótesis: “Todo se inicia, como es sabido, con una acción corporal; el teatro comenzó cuando alguien se desprendió del colectivo, lo desafió y emprendió algo por sí mismo: el fanfarrón que disfraza su cuerpo, que quizá muestre y exhiba un cuerpo especialmente bello y fuerte, habla acerca de (las propias) heroicidades. O el valeroso, que se atreve a salir del colectivo protector y entra en un espacio distinto situado más allá, en el que se enfrenta al grupo. Esta otra área permanece ajena y extrañamente familiar, de modo que la escena contiene algo del Hades: por ella deambulan espíritus”. Esta reflexión genial ubica la génesis del fenómeno escénico en la médula misma del ritual sacrificial, que no elige a una víctima al azar, ni mucho menos, sino que elige a la víctima ‘apropiada’, aquella que ha transgredido, quizás, los límites y los tabúes pre-establecidos y que, por tanto, podría erosionar también esas diferencias que construyen y son la base de cualquier colectivo. La víctima, el intérprete, asume todas las diferencias en su diferencia radical, encarna todas las transformaciones, y por tanto aterra al espectador, porque podría ser cualquiera en cualquier momento: es un ser ilimitado, mágico, celestial, demoníaco, es lo único (a ojos de una comunidad tribal en un contexto muy alejado en el tiempo) que puede poner fin a una situación de violencia extrema. Precisamente porque tiene el valor de destacarse y salir de su papel. Y Lehmann añade: “Una intuición del pensamiento antiguo entrelazó hybris y teatro. La hybris lleva al ser humano a abandonar el colectivo y precipitarse en la visibilidad, lo que significa estar expuesto al abandono y al peligro. La escena se constituye como el lugar que simboliza esta amenaza […] El cuerpo entra en la escena para tenderse y morir.”

René Girard (filósofo e historiador francés) dejó para la posteridad un libro, a mi juicio, importantísimo, La violencia y lo sagrado, donde analiza de forma pormenorizada los rastros de esta ‘violencia fundacional’ en los textos trágicos de la Grecia Antigua, particularmente en Sófocles (‘Edipo Rey’) y Eurípides (‘Las bacantes’). Para él, los autores trágicos tratan de advertir algo que no llega a confirmarse hasta algunos siglos después, con el relato cristiano de la Pasión: que las víctimas propiciatorias no son culpables, que Edipo no es culpable, como tampoco lo son Orestes ni Antígona, que es necesario abordar otro mecanismo menos cruel, menos inhumano, para la tan temida ‘disolución de las diferencias’. Sin embargo, aunque la tragedia anuncia este tema, acaba siempre por retroceder ante él. La violencia es la razón misma de su existencia (y casi en exclusiva su único tema, el única tema de la mitología a la que toma prestada sus argumentos), pero, al igual que la comedia, ambos géneros funcionan principalmente como ‘mecanismos de defensa’, como consuelos, catalizadores, dispositivos en los cuales el público puede proyectarse a través de la ‘catarsis’ y de la risa; de este modo, si bien no sanan una herida profunda (más bien al revés) al menos descargan una tensión latente y acumulada, lo cual permite al sistema social de su época y de cualquier otra época auto-preservarse. He aquí el arte como legitimador del status-quo, y no sólo como pegamento social.


[1] https://www.museoreinasofia.es/actividades/jean-marie-straub-daniele-huillet

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