11. El conflicto.

En la Antigua Grecia cristaliza el concepto de entretenimiento de masas introduciendo unidades de medida que faciliten la memorización y la interpretación bajo una concepción lineal y progresiva del tiempo (que aún hoy es la dominante). Las obras han de tener un planteamiento, un nudo y un desenlace. En Esquilo, era la trama la que llevaba a cabo este ‘movimiento’ de un estadio al otro. En Sófocles y Eurípides, se imprime una mayor acentuación en la caracterización psicológica de los personajes para añadir movimiento ‘interno’ y acabar de definir eso que será el sancta-santorum de las artes narrativas: la acción. Este concepto siempre implica un objetivo que se ve abocado a sortear obstáculos de todo tipo para la consecución de su fin. O lo que es lo mismo, acción = conflicto.

El conflicto presupone un mundo en lucha perpetua y, de hecho, necesita un mundo cuyos motores de intercambio social sean la venganza y la envidia (no hay que olvidar que la representación teatral en Atenas era siempre una competición con ganadores y perdedores). Y si bien es cierto que la única regla de oro de la dramaturgia (del arte, en general) es que hay que saber estimular un movimiento en aquel que observa (no ya una adhesión, ni siquiera un interés, porque también es lícito y necesario aburrir a los demás y sabotear sus expectativas), no es igualmente cierto que la ordenación de los conflictos sea el único paradigma dramático / escénico posible. Sí es el más popular, sin duda. No es necesario ahondar en ello. El espectador se ve a sí mismo en el personaje conflictuado porque así no se siente tan solo ni tan mal en su abrumadora red de conflictos personales. Desea lo mejor o lo peor en relación a ese personaje conflictuado, pero no permanece indiferente. Como el personaje está ciego (condición sine qua non de la situación dramática), o bien con respecto a sí mismo o bien con respecto a los demás, el espectador se sentirá levemente superior a él o a ella, en un status similar al de la autora, y eso le producirá un cierto alivio que contribuirá a que el momento del ‘reconocimiento’ o anagnórisis (generalmente ubicado en el clímax de la obra) sea mucho más emocionante y satisfactorio (catarsis). Anagnórisis y catarsis son las caras A y B de un disco llamado ‘Sentimiento de culpa’. Un personaje se da cuenta de lo que ha hecho o podría haber hecho en su estado de enajenación mental y el público se conduele, o bien un antagonista es castigado justo en el momento en que está dispuesto a redimirse, y el público asiste conmovido a un arrepentimiento que llega demasiado tarde. Nos lo han contado millones de veces. Y siempre funciona. Porque el arte modifica la percepción, y a la inversa. Nuestros valores, nuestros deseos, nuestros sentimientos también son dramaturgia. Y hace siglos que fueron inventados.

El conflicto refuerza un sistema basado en la diferencia. Con el conflicto, hay héroes y hay villanos, hay bien y hay mal, hay tensión y hay calma. Las pautas de intervención de estos dos opuestos aportan ritmo y musicalidad a una partitura de acciones, y como los ingredientes en un plato que se cocina, es recomendable no pasarse demasiado con lo uno ni con lo otro si se quiere preservar el interés y el ‘buen gusto’. Si el mal ocupa buena parte del tiempo dramático y apenas encuentra oposición, entonces, ¿no sería esa una inversión desestabilizadora? Si una obra es toda tensión y conflicto, ¿no llegaría a aburrir el posible desenlace de tan saturados que están los sentidos? Si en una obra ‘no pasa nada’, ¿no nos llegaríamos a aburrir también, pero por la ausencia de una cadencia razonable de estímulos? En cualquier dramaturgia, ‘clásica’ o contemporánea, todo es cuestión de ritmo y alternancias.

Sin embargo, y aunque ya esté más o menos establecido que sólo hay un puñado de conflictos posibles, en realidad, sólo existe uno: el amor puesto a prueba. Todas las historias, de un modo u otro, son historias de amor. Os animo a que hagáis la prueba, no tiene desperdicio.

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